Hoy he sido testigo de una de las conversaciones más tiernas y amorosas que jamás he contemplado. Pero ni he oido, ni les he entendido nada. Ahí lo excepcional y lo entrañable de la escena.
Una pareja joven: no más de 35 años. Él, sordomudo. Ella no. Desde que han entrado en el vagón no han parado de "charlar". Él sobre todo. No ha dejado de gesticular, de mover las manos, de pasarse la palma por la cara, o señalarse los dedos, en ese curioso lenguaje que es el de los signos, durante las 5 o 6 paradas que les he acompañado. Ella, con esa mirada característica de enamorada, iba abrazada a la barra del vagón, con una carpeta entre los brazos. Le miraba, con los ojos como platos, sin dejar de sonreir. De vez en cuando asentia con la cabeza, o le respondia con un escueto movimiento de manos. Él seguía gesticulando. Se reia, la miraba, volvía a gesticular. En un instante, se reian los dos, todo se paraba, él se acercaba, la abrazaba, la besaba, y volvía a empezar con su ritual de gestos.
Y ahí estaba yo, delante de ellos, agarrado a la misma barra y sin querer mirar. En el reflejo del cristal, mi cara de embobado. Cómo un niño que comtempla un escaparate lleno de dulces: totalemnte sorprendido por el aluvion de cariño y amor de una pareja enamorada.
El metro, a veces, te regala escenas como esta, que te dan ganas de seguir y esperanzas para pensar que aún no esta todo perdido en esta sociedad.
Mañana más.
Un saludo.
lunes, marzo 06, 2006
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